Escrito por Wendy Diaz, 2005
Recuerdo una vez cuando vivía lejos, que viaje para visitar a mi amiga en Maryland. Uno de los días que estuve con la familia de mi amiga se destaca en mi mente por la influencia que tuvo en mi vida. Era un día normal para mí, pero para mi amiga y su familia, una fecha especial, un día feriado. No supe en ese entonces el impacto que tendría observarlos y entrar a aquel lugar que llamaban el “masjid” o la mezquita. Ellos son de Egipto y sus costumbres eran diferentes a las mías. Yo sólo sabía que me llevaba bien con mi amiga del alma que había conocido en la secundaria cuando teníamos unos quince o dieciséis años. Ella me mencionó que ese día ella y sus padres iban a la mezquita a rezar. Yo quise ir con ellos. ¿Por qué no? Lo consideraba una aventura y una oportunidad de pasar más tiempo con mi amiga. No era la primera vez que iba a una reunión de musulmanes con su familia pero era la primera vez que entraba a la mezquita.
No me pareció extraño cuando mi amiga me dio un pañuelo que usaría para taparme el cabello antes de entrar a la mezquita. Era muy bello, de color negro con decoraciones de oro que le colgaban alrededor. Me sentí emocionada al ponérmelo y me mire al espejo, admirándome. “¡Me veo musulmana!” le dije a mi amiga y nos reímos. Nos montamos en el carro de sus papás y esperamos ansiosas, planeando lo que haríamos después de ir a la mezquita. Como nos despertamos temprano, estuvimos de acuerdo en regresar a su casa para tomar una siesta antes de salir a divertirnos.
Llegamos a la mezquita como a las ocho de la mañana. El estacionamiento estaba repleto de automóviles y la gente se estacionaba donde podían. Le comenté a mi amiga que el lugar estaba bastante congestionado. Ella me explicó que era el día de “Eid.” Eid era un día de festejo que se celebraba al acabarse el mes sagrado de Ramadán. En Ramadán, ellos habían ayunado como era tradicional en su religión. Afuera de la mezquita, la familia de mi amiga me presentó a varias amigas o compañeras de la mezquita. Algunas hablaban en árabe y yo no entendía nada, sólo sonreía y mi amiga me traducía. Cuando entramos en la mezquita, mi amiga me dijo que podía esperarla afuera pero me dio vergüenza y quise entrar. Me senté con ella en una gran fila de mujeres, mirando hacia al frente de un gran salón. Los hombres, mi amiga me explicó, estaban en otro salón. Había muchas filas de mujeres sentadas, muy bien vestidas con preciosos velos y atuendos de muchos colores. Vi a mujeres de diferentes países y razas, algunas hablaban en inglés y otras hablaban en diferentes idiomas. Parecían un arcoíris multicultural.
Lo que me llamó mucho la atención era un canto que escuchaba, unas frases que se repetían continuamente, “Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, la ilaja il Ala.” Cuando estaba sentada esperando a que comenzara la plegaria, los musulmanes repetían ese himno. Mientras tanto mi amiga me presentaba a más personas. Decidí quedarme a su lado cuando comenzó el rezo y ella me dijo que hiciera todo lo que ella hacía. Fue muy cómico como intenté imitar los movimientos extraños que hacían los devotos. Ellas comenzaron diciendo, “Alaju akbar” alzando las manos hasta las orejas. Luego se escuchó al clérigo o al “imam” recitando algunos versos. Después nos inclinamos con las manos a las rodillas. Nos paramos de nuevo y nos quedamos rectas por unos segundos y nos bajamos hasta el suelo, tocando nuestras narices y frentes contra el piso repitiendo, “Alaju akbar.” Repetimos algunos de estos movimientos en una combinación de oración y sumisión. Fue una experiencia muy diferente para mí, porque siendo cristiana, yo nunca había hecho ese tipo de movimiento cuando rezaba.
Al salir de la mezquita, mi amiga y yo nos montamos en el carro y esperábamos a sus padres quienes se tardaban en regresar. Ella rápidamente se quitó su velo y yo la regañé, diciéndole que era una falta de respeto quitárselo ahí en el estacionamiento. Ella se rió y me dijo que era una payasa y que me quitara el mió. Yo le dije que no me lo quería quitar porque me sentía cómoda. Sus papás entraron al auto y ella les contó de mis hazañas mientras ellos carcajeaban.
Llegamos nuevamente a la casa y subimos a la habitación donde nos quedamos dormidas. Mientras dormía sentí que soñaba y escuché muchas voces. Repetían, “Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, la ilaja il Ala. Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, la ilaja il Ala.” Yo no entendía lo que querían decir esas palabras pero me sentí sumergida en una paz que nunca había sentido. Desperté de momento y toqué el hombro de mi amiga, le di un empujoncito para que se despertara. Dijo, “¿Qué?” Yo le pregunte, “¿Oye, que significa, ‘Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, la ilaja il Ala?’” Ella me respondió semidormida, “Dios es grandioso, Dios es grandioso, Dios es grandioso, Dios es grandioso, no existe más dioses sino Dios,” y siguió durmiendo. Al escuchar esto, yo también regresé al sueño, y mi visión continuó. Seguía escuchando esas bellas palabras que no había podido entender, “Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, la ilaja il Ala.”
Aunque mi amiga me explicó lo que significaba la frase misteriosa, no entendí en totalidad su importancia hasta varios años después. Mi curiosidad por la religión de mi amiga había crecido y había leído muchos libros sobre el Islam. Me convertí en septiembre del 2000. Cuando llegó el mes de Ramadán, ayuné como era la costumbre y en el día de Eid, entré nuevamente a la mezquita, esa vez, comprendiendo el significado de las frases que repetíamos proclamando la soberanía de Dios. Supe cómo rezar y supe qué decir, no como antes que había ido con mi amiga y sólo fue un disimulo. Cada vez que escucho las frases ahora, recuerdo cuando era adolescente y no sabía nada sobre mi actual espiritualidad. El impacto que tuvo ese día en mi vida es más de lo que puedo describir.
Recuerdo una vez cuando vivía lejos, que viaje para visitar a mi amiga en Maryland. Uno de los días que estuve con la familia de mi amiga se destaca en mi mente por la influencia que tuvo en mi vida. Era un día normal para mí, pero para mi amiga y su familia, una fecha especial, un día feriado. No supe en ese entonces el impacto que tendría observarlos y entrar a aquel lugar que llamaban el “masjid” o la mezquita. Ellos son de Egipto y sus costumbres eran diferentes a las mías. Yo sólo sabía que me llevaba bien con mi amiga del alma que había conocido en la secundaria cuando teníamos unos quince o dieciséis años. Ella me mencionó que ese día ella y sus padres iban a la mezquita a rezar. Yo quise ir con ellos. ¿Por qué no? Lo consideraba una aventura y una oportunidad de pasar más tiempo con mi amiga. No era la primera vez que iba a una reunión de musulmanes con su familia pero era la primera vez que entraba a la mezquita.
No me pareció extraño cuando mi amiga me dio un pañuelo que usaría para taparme el cabello antes de entrar a la mezquita. Era muy bello, de color negro con decoraciones de oro que le colgaban alrededor. Me sentí emocionada al ponérmelo y me mire al espejo, admirándome. “¡Me veo musulmana!” le dije a mi amiga y nos reímos. Nos montamos en el carro de sus papás y esperamos ansiosas, planeando lo que haríamos después de ir a la mezquita. Como nos despertamos temprano, estuvimos de acuerdo en regresar a su casa para tomar una siesta antes de salir a divertirnos.
Llegamos a la mezquita como a las ocho de la mañana. El estacionamiento estaba repleto de automóviles y la gente se estacionaba donde podían. Le comenté a mi amiga que el lugar estaba bastante congestionado. Ella me explicó que era el día de “Eid.” Eid era un día de festejo que se celebraba al acabarse el mes sagrado de Ramadán. En Ramadán, ellos habían ayunado como era tradicional en su religión. Afuera de la mezquita, la familia de mi amiga me presentó a varias amigas o compañeras de la mezquita. Algunas hablaban en árabe y yo no entendía nada, sólo sonreía y mi amiga me traducía. Cuando entramos en la mezquita, mi amiga me dijo que podía esperarla afuera pero me dio vergüenza y quise entrar. Me senté con ella en una gran fila de mujeres, mirando hacia al frente de un gran salón. Los hombres, mi amiga me explicó, estaban en otro salón. Había muchas filas de mujeres sentadas, muy bien vestidas con preciosos velos y atuendos de muchos colores. Vi a mujeres de diferentes países y razas, algunas hablaban en inglés y otras hablaban en diferentes idiomas. Parecían un arcoíris multicultural.
Lo que me llamó mucho la atención era un canto que escuchaba, unas frases que se repetían continuamente, “Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, la ilaja il Ala.” Cuando estaba sentada esperando a que comenzara la plegaria, los musulmanes repetían ese himno. Mientras tanto mi amiga me presentaba a más personas. Decidí quedarme a su lado cuando comenzó el rezo y ella me dijo que hiciera todo lo que ella hacía. Fue muy cómico como intenté imitar los movimientos extraños que hacían los devotos. Ellas comenzaron diciendo, “Alaju akbar” alzando las manos hasta las orejas. Luego se escuchó al clérigo o al “imam” recitando algunos versos. Después nos inclinamos con las manos a las rodillas. Nos paramos de nuevo y nos quedamos rectas por unos segundos y nos bajamos hasta el suelo, tocando nuestras narices y frentes contra el piso repitiendo, “Alaju akbar.” Repetimos algunos de estos movimientos en una combinación de oración y sumisión. Fue una experiencia muy diferente para mí, porque siendo cristiana, yo nunca había hecho ese tipo de movimiento cuando rezaba.
Al salir de la mezquita, mi amiga y yo nos montamos en el carro y esperábamos a sus padres quienes se tardaban en regresar. Ella rápidamente se quitó su velo y yo la regañé, diciéndole que era una falta de respeto quitárselo ahí en el estacionamiento. Ella se rió y me dijo que era una payasa y que me quitara el mió. Yo le dije que no me lo quería quitar porque me sentía cómoda. Sus papás entraron al auto y ella les contó de mis hazañas mientras ellos carcajeaban.
Llegamos nuevamente a la casa y subimos a la habitación donde nos quedamos dormidas. Mientras dormía sentí que soñaba y escuché muchas voces. Repetían, “Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, la ilaja il Ala. Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, la ilaja il Ala.” Yo no entendía lo que querían decir esas palabras pero me sentí sumergida en una paz que nunca había sentido. Desperté de momento y toqué el hombro de mi amiga, le di un empujoncito para que se despertara. Dijo, “¿Qué?” Yo le pregunte, “¿Oye, que significa, ‘Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, la ilaja il Ala?’” Ella me respondió semidormida, “Dios es grandioso, Dios es grandioso, Dios es grandioso, Dios es grandioso, no existe más dioses sino Dios,” y siguió durmiendo. Al escuchar esto, yo también regresé al sueño, y mi visión continuó. Seguía escuchando esas bellas palabras que no había podido entender, “Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, Alaju akbar, la ilaja il Ala.”
Aunque mi amiga me explicó lo que significaba la frase misteriosa, no entendí en totalidad su importancia hasta varios años después. Mi curiosidad por la religión de mi amiga había crecido y había leído muchos libros sobre el Islam. Me convertí en septiembre del 2000. Cuando llegó el mes de Ramadán, ayuné como era la costumbre y en el día de Eid, entré nuevamente a la mezquita, esa vez, comprendiendo el significado de las frases que repetíamos proclamando la soberanía de Dios. Supe cómo rezar y supe qué decir, no como antes que había ido con mi amiga y sólo fue un disimulo. Cada vez que escucho las frases ahora, recuerdo cuando era adolescente y no sabía nada sobre mi actual espiritualidad. El impacto que tuvo ese día en mi vida es más de lo que puedo describir.
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